entre lunas y letras

Gracias por estar acá.. este rincón nace desde un lugar profundo y honesto, algo así como una necesidad del alma, de partes de mí que no siempre se ven, ni mostré, pero que necesitan ser escuchadas.
Un espacio que quiero compartir con quienes, como yo, buscan momentos de calma, de sentido, de expresión verdadera, incluso y sobre todo cuando estamos habitando nuestras propias vulnerabilidades. Porque a veces, escribir, leer o simplemente pausar, también es una forma de abrazarse.
No vengo a enseñar nada, ni a dar fórmulas mágicas. Vengo a escribir sobre lo que me hace bien, sobre las pequeñas cosas que me ayudan a sanar, a reconectar conmigo, a mirar la vida desde el crecimiento.
Este espacio es mi intento de habitar con más conciencia, de abrazar lo que duele sin perder la capacidad de asombro por lo que aún florece.
Espero encuentres aquí palabras que te abracen, palabras que te inviten a pausar, y sobre todo, que calmen. Palabras que despierten, pensamientos que resuenen, y pequeños recordatorios cotidianos que nos alivien, que nos traigan de vuelta a lo esencial.
Con la esperanza de que acá nos hagamos bien,
Fran




con la mano en el pecho
Desde chica, siempre tuve como una sensación de haber venido al mundo con un error de fábrica. Era como si algo en mí estuviera mal ensamblado, pero no mal, muy mal.
Siempre sentí que yo venía con un “excedente” de emociones, una especie de desajuste interno que me obligaba a vivir cada experiencia con una fuerza desbordante, propia o ajena, no importaba.
Durante años yo pensaba que sentir era mi karma. Como si llevar el corazón tan expuesto me exponía siempre al borde de algo —nunca bueno— de llanto, de amor, de dolor, de mil emociones.
Me ataba a todo y a todos. No distinguía, no jerarquizaba. Todos los corazones me dolían siempre por igual.
Escuché mas de mil veces —con aveces tono de consuelo o de resignación— que mi problema era sentir todo demasiado. Me lo decían, me lo repetían mil, como si fuera una sentencia inevitable frente al desencanto o la decepción constante. Y con el tiempo entendí que eso, en realidad, era una forma disfrazada de llamarme ingenua. Mi «ser sensible» era una forma casi elegante, pero bastante trillada, de decirme que era muy pero muy boluda.
Así empecé a sospechar que aquello era, en verdad, mi punto débil. Durante años me lo pregunté. Pedía silenciosamente, y aveces entre lagrimas, no sentir tanto. Que no me emocionara tanto. Que por favor no me dejara atravesar tanto por las cosas. Que sentir no fuera siempre un huracán.
Me convencí entonces que esto era mi peor defecto. Ya como una obviedad, supe entender que era una verdad asumida. Con el tiempo, lo acepté casi sin pensarlo, como una verdad que ya venía dada.
Vivimos en un mundo dónde ser sensible no es una virtud, sino una desventaja, donde sensibilidad es sinónimo de fragilidad. Un mundo que castiga la sensibilidad, que nos enseña y nos quiere anestesiar.
Y en este contexto, empezamos a creer que el error está en uno. Que lo lógico es endurecerse. Callar. Adaptarse. Encerrarse. Nunca sentir, eso jamas. Menos demostrar.
Y sí, es verdad, existen quienes se aprovechan de quien siente mucho. Usan la fragilidad del otro como basurero de sus propias miserias. Esto no es novedad. Todos en el fondo, lo sabemos.
Pero hay algo que necesito decir, y escribir: Siempre lo supe. Entendí más de lo que parecía. No fui, ni soy ingenua. Los observé —los observo— y aún así, elijo no convertirme en lo que el mundo espera de mí.
Elijo, decido y hoy quiero seguir siendo yo, con todo lo que eso implica.
Llamame ingenua, boluda, lo que quieras. Pero no voy a dejar de ser quien soy para encajar en un lugar donde ser sensible parece un error.
Cada noche cierro los ojos con la certeza de estar en paz conmigo y me voy a dormir con la mano en el pecho. Y con esto a mí, me alcanza. Porque este gesto tan simple, tiene el poder de calmarme y de resguardarme de cualquier herida.
Y si, recuerdo bien los ojos de quienes alguna vez me hicieron daño. Porque no, no soy ingenua. No voy a traicionarme para encajar ni “protegerme”. No necesito ajustar mi esencia para sobrevivir. Si alguien eligió herirme, la carga será suya. Yo no me llevo culpas que no me corresponden.
No pienso convertir mi sensibilidad en una ciencia fría, ni en cuestiones de estrategias. No me interesa calcular los afectos, ni medir los pasos. No quiero pensar cuánto doy a cambio de recibir. Y no es por inocencia: es mi decisión.
No pienso trazar mapas para entender vínculos que deberían sentirse, no analizarse. Simplemente, no me dan ganas.
Mi pecho, cuando respiro, me recuerda que estoy viva. Ahora cada vez que siento de más, yo agradezco. Cada lágrima y cada carcajada, me hace acordar que acá estoy, que estoy viva, que soy yo, que lo intenté. A veces dando de más, aveces de menos. A veces fallando, a veces huyendo. Pero siempre siendo leal a lo que soy. A lo que siento. A mi esencia.
Sigo acá asumiendo lo que me toca, sin esconderme. Sabiendo que nunca me mentí a mí misma, que cuando tuve que sentir lo hice con toda el alma.
Ahora por fin, después de mil años, sé que mi sensibilidad no es, ni será mi falla: es lo que me empuja, lo que me guía, lo que me sostiene. Es quien soy. Es mi llave, mi motor y mi bandera. La defiendo. La celebro. La abrazo.
Y entendí algo más: quien me rompió no lo hizo porque yo era débil. Lo hizo porque así lo quiso. Porque pudo. Porque eligió. Porque así lo prefirió.
No cambien para agradar, para amoldar. Nunca lo hagan. No apaguen jamás lo que son por nadie. Sí al terminar el día, vos llegas a mirarte al espejo y no hay vergüenza, si sabés que fuiste fiel a tu verdad, incluso cuando temblabas por dentro, créeme, pero créeme, eso vale más que cualquier otra cosa. Eso ya es todo. Esa es tu libertad.
Con el tiempo, uno deja de esperar tanto de los demás. Y entiende, al fin, que los otros no definen tu historia, ni siquiera tu esencia.
Lo que hagas con lo que te pasa, y con quien sos, eso sí, eso es todo, todito tuyo




mar adentro
Hay algo en el mar que me calma profundamente. Todavía no sé bien qué es—quizás nunca lo sepa del todo—. Pero hay algo que me hace volver una y otra vez. No es solo el mar afuera, es el mar adentro.
Capaz es el vaivén de las olas, que no apuran, que no se detienen. Capaz es el sonido constante, que me recuerda que todo pasa, que todo fluye, que nada permanece igual para siempre.
Cuando estoy frente al mar, siento que puedo soltar. Como si cada pensamiento que me abruma se va con la marea. Como si el agua supiera exactamente qué llevarse y qué dejarme.
Me ayuda a recordar quién soy cuando el ruido del mundo me desordena, cuando las voces ajenas o mis propias dudas me alejan de mí.
En esa inmensidad encuentro perspectiva: de pronto, todo se vuelve menos urgente. Descubro que la verdadera calma no está en la quietud absoluta, sino en la capacidad de fluir con lo que viene, y eso también me lo enseñó el mar..
No es que el mar resuelva nada, pero me devuelve a un estado donde todo parece tener un orden más claro, más simple.
Frente al mar, dejo de exigirme. En ese silencio, dejo de correr, de resistir, de buscar. Porque en el mar, recuerdo cómo es habitarme. Como un espacio donde por fin puedo descansar en mí, sin miedo a perderme.
Porque hay algo profundamente liberador en poder estar conmigo sin sentirme en falta. No es un mar cualquiera, es el mar adentro.
el duelo & las etapas
Nos vendieron la idea de que hay una fórmula para atravesar los duelos. Cinco etapas, un orden, una curva que sube y después baja. La negación, la ira, la negociación, la aceptación, la depresión, que sé yo. Nadie nos hablo de los días en los que retrocedes sin previo aviso, que podes estar bien por semanas y de repente algo mínimo te arrastra de vuelta a la etapa anterior.
La realidad es que no hay un solo camino, no hay una línea recta. Porque hay tantos duelos, como personas.
Cada despedida es única, a su propio tiempo, a su propio ritmo y con su propio peso. No existe un duelo estándar, no hay una receta que se adapte a todos.
Hay quienes lo viven en silencio, quienes lo gritan al viento, quienes lo lloran, quienes lo callan, quienes se pierden en los recuerdos y quienes buscan la manera de seguir adelante sin mirar nunca más atrás.
Cada uno lleva sus pérdidas de formas diferentes, porque cada ser humano se enfrenta a la ausencia de una forma que le pertenece solo a él.
A veces, todo se mueve lentamente, con pasos vacilantes, como si el tiempo se estirara en cada instante.
El duelo es caprichoso, impredecible, y a menudo te contradice a lo que esperabas sentir.
A veces, el dolor parece estar ahí en el cuerpo, como si éste tuviera una memoria que la mente aún no alcanza a comprender. Otras veces, no llega de inmediato. Se esconde en el silencio, esperando pacientemente, hasta que, sin previo aviso, te golpea mucho después, cuando ya nadie te pregunta cómo estás, porque el mundo sigue adelante, pero tú te quedas aquí, con una ausencia instalada.
No hay fórmulas.
No hay una única manera de vivir una pérdida.
Hay mil formas de transitar la ausencia, y todas son válidas.
Cada uno encuentra su propio camino para honrar lo que se fue, para aceptar lo que ya no vuelve, y para reconstruirse con las piezas que quedaron atrás.
Y si hoy no sabes en qué parte del duelo estás, si te sientes perdido o en pausa, no te presiones, ni te busques en ninguna de estas etapas.
Estás exactamente donde necesitas estar, aunque no lo entiendas, aunque nada tenga sentido, aunque duela más de lo que pensabas que dolería.
Estás aca haciendo lo mejor que podés, y eso, créeme, ya es suficiente.




El patio y mi balcón
Hace un tiempo me mudé a un apartamento con un balcón en el frente y un patio chiquito hacia el fondo.
Como en toda casa, pronto algún rincón se convierte en depósito: donde va todo el desorden, todo lo que por ahora, no sabemos dónde poner, las cajas semi-vacías, las fotos viejas, lo que “más tarde ordenaremos”. En este caso, fue el patio.
Al balcón sin embargo, me esmeré por limpiarlo a diario, lo ordené, e incluso le puse varias plantitas y unas lucecitas. Era mi frente visible.
El patio, allá atrás, siguió acumulando objetos sin destino. Cosas que no sabía bien dónde poner, o dónde guardarlas y que postergue sin culpa.
¿Por qué escribo esto? Porque en nuestra vida siempre tenemos un patio y un balcón.
Somos expertos en guardar y posponer, hábiles en esconder —en nuestro patio de atrás— lo que no sabemos dónde guardar.
Elegimos guardar en el patio todo lo que no nos gusta, lo que preferimos por ahora no ordenar, situaciones y relaciones que ahora no queremos resolver y las dejamos ahí donde nadie puede ver. Total, es el patio.
Mientras tanto, nos esmeramos en nuestro balcón. El balcón, siempre, siempre está limpio, porque es el lugar que visitamos a diario y que otros ven.
Lo que olvidamos es que, aunque el frente esté siempre limpio y el fondo no se ve, el desorden ahí está. Y llega un momento en que se vuelve peso. Desborda.
Por eso, poco a poco es necesario atender nuestro patio. Comenzar a llevar un poco de ese desorden al frente. Comenzar deshacernos de lo que sobra, para dar lugar a lo nuevo. Aunque al principio no sepamos por dónde empezar, iremos encontrando la forma de ordenar y acondicionar.
Es la única manera de sanar:
Barrer el polvo de lo no dicho.
Ordenar los restos de lo que alguna vez dolió.
Decidir qué vale la pena conservar.
Limpiar aquello que ya es tiempo de dejar ir.
Dejar de esconder.
Reubicar el dolor.
Hacer del patio, también, un lugar habitable.
Porque cuando finalmente lo hacemos —cuando miramos de frente, con compasión, eso que tanto tiempo evitamos— el patio deja de ser un rincón desordenado.
Y entonces, todo —de a poco— empieza a ordenarse y encontrar su lugar. El patio olvidado se transforma en un lugar habitable, propio y verdadero.

Tropezamos con lo que no acomodamos
No estaría mal aprender temprano a dejar las excusas a un lado. No está mal mirar hacia adentro, aunque duela, y entender que muchas veces no es el mundo el que se pone en nuestra contra, sino nosotros los que dejamos cosas fuera de lugar.
Tropezamos, sí, pero no con lo inesperado: tropezamos con lo pendiente, con lo que no acomodamos. Con esa conversación que evitamos. Con ese perdón que no dimos -ni pedimos-
Con esa emoción que escondimos debajo de la alfombra creyendo que, por no verla, dejaría de existir.
Tropezamos, una y otra vez. Y ahí nos preguntamos.
Es fácil culpar al afuera. Es tentador decir que el otro nos falló, que el tiempo no alcanza, que la vida no da tregua. Nos volvemos expertos en encontrar justificaciones externas.
Y sí, a veces todo eso pesa.
A veces, de verdad, el mundo no ayuda. Pero hay una fuerza liberadora —aunque incómoda— en admitir que muchas de nuestras caídas nacen de lo que no quisimos ordenar en su momento, porque era más cómodo postergar.
Y no se trata de ser duros con nosotros mismos, sino de empezar a caminar más livianos. Poner en su sitio lo que duele, lo que pesa, lo que aún no entendemos, a tiempo.
Dejar de tropezar una y otra vez con el mismo recuerdo, con la misma culpa, con la misma herida sin curar. Sanar a tiempo. No es fácil, pero si real.
Quizás crecer sea eso: hacerse cargo de lo propio. Aprender a mirar con honestidad lo que dejamos tirado por dentro. Y, con el tiempo, aprender también a perdonarnos por no haber sabido hacerlo antes, y darnos permiso —el justo permiso— para volver a tropezar.




Está bien no estar bien
no siempre estamos bien
ni siempre hay rumbo,
no siempre hay fuerza y esta bien
perderse un rato
cuando el camino nos pesa
está bien sentarse al borde del día
y dejar que el silencio abrace.
no sos menos por caer,
ni débil por necesitar descanso.
aún hay belleza en lo roto,
en lo que se recompone sin prisa,
en quién sigue, aun temblando.
así que si hoy dolés,
si hoy no podés, dejá que sea
El mañana vendrá,
con una nueva oportunidad para seguir,
sin prisa, con la quietud de quien sabe
que todo lo vivido también enseña
y que no hay fuerza más grande
que saber decir, -esta bien, no estar bien-



Estar es pausar
Vivimos en movimiento constante, en la productividad ininterrumpida, en el hacer por encima del ser. Ya ni nos cuestionamos.
Nos cuesta frenar, pausar y respirar.
Pero hay algo profundamente humano en detenerse. En silenciar el ruido externo e interno y permitirnos simplemente estar.
Pausar no es perder el tiempo. Es recuperarlo.
Es en la pausa donde el cuerpo respira y el alma conversa. Donde aparecen las ideas que no cabían cuando íbamos de prisa, donde entendemos cosas que sólo el silencio nos sabe decir.
La pausa no es un lujo, es una necesidad vital.
Porque descansar también es avanzar, aunque no lo veas. Porque el cansancio acumulado no es una medalla al mérito, sino una señal de que nos estamos dejando para después y a veces se nos hace tarde, muy tarde.
Pausar es darnos tiempo. Y darnos tiempo es una forma de querernos.
Hoy elijo pausar de forma verdadera. Sin culpa, sin justificaciones, ni relojes apurados. Aunque sea por cinco minutos. Aunque solo cierro los ojos y mi pausar sea respirar hondo.
Porque a veces, lo más productivo que podemos hacer es detenernos y mirar cuán lejos hemos llegado.
Corremos tanto sin saber muy bien hacia dónde, como si la velocidad nos diera valor, como si detenernos nos quitara mérito.
Darnos tiempo es escucharnos sin apuro. Es pausar el ruido del mundo para poder oír lo que el cuerpo, lo que el alma, muchas veces intentan decirnos: que estamos cansados, que estamos tristes, aburridos, que hoy no estamos, que estamos vivos, que necesitamos un abrazo.
Es la pausa la manera más sutil de revelarnos contra este mundo que nunca quiere frenar
Hoy date ese lugar.




Mi lugar de transición
A veces, la vida parece un terremoto. Las estructuras que pensábamos firmes se tambalean una y otra vez. Relaciones, certezas, planes, todo se desordena.
Y ahí, en medio del caos, surgen las pregunta: ¿Esto es una transición? ¿Todo se está derrumbando o, en realidad, todo se está acomodando en su justo lugar?
Y no hay una respuesta inmediata, ni única. Nunca habrá un cartel que lo aclare, ni alguien que nos lo diga con certeza. Jamás. Pero hay algo poderoso en detenerse en ese instante de duda.
Tal vez esa pérdida en tu vida, no es ruina, sino transformación. Tal vez ese cambio, no es crisis, sino transición. Porque el caos, aunque duele, puede ser también un acto de orden secreto.
Pienso que lo que duele al irse, tal vez nunca fue nuestro. Lo que se rompe, quizá solo estaba agrietado desde hace tiempo. Y lo sabíamos, en el fondo, pero era más fácil poner parches, convencer al corazón de que aún podías sostener lo insostenible.
Hoy sabemos que lo que se va, abre espacio para algo que necesitábamos, sin saberlo.
Hay momentos en que todo parece pérdida. Pero, si miramos con otros ojos, podemos descubrir que en verdad era solo era -y solo es- reordenamiento.
Como si se estuvieran moviendo piezas para alinearnos con algo más honesto, más real, más nuestro.
Sí, da miedo. Pero a veces la caída es una invitación al fondo, desde donde todo se reconstruye con raíces más fuertes. Y de nuevo, es transición.
Aunque hoy no tengas certezas. Abraza tu caos, que de algún modo, tiene sentido. Que quizás en medio de tu pérdida solo te estés encontrando.




Fluyendo y aprendiendo
Crecer no siempre es escalar montañas.
El crecimiento muchas veces, se esconde en lo invisible: en elegir lo que me hace bien aunque no sea lo más aplaudido, en decir que no, sin dar demasiadas explicaciones, en abrazar lo que siento sin querer cambiarlo de inmediato.
Sanar no es borrar lo que dolió, sino hacerle lugar dentro mío con ternura. Sanar es entender que puedo ser fuerte y sensible, al mismo tiempo. Que tengo permiso para empezar de nuevo cuantas veces lo necesite. Y que no hay meta más valiosa que estar en paz con quién soy.
Hoy entiendo que el crecimiento interior no es llegar a ninguna parte, sino dejar de intentar explicar cada emoción para que sea aceptada, y simplemente permitirme sentir. Llorar sin sentirme débil. Reír sin tener que demostrar que todo está resuelto. Abrazar lo que siento —aunque sea confuso, aunque sea contradictorio— sin exigirme respuestas inmediatas.
A veces, crecer es soltar la urgencia de entenderlo todo y empezar a acompañarnos con más paciencia.
Porque no todo lo que se transforma se nota desde fuera y en medio de este proceso silencioso, también aprendo algo vital: que no necesita ser forzado. Que las cosas más genuinas, se permiten.
Que lo que es para uno no se retiene con fuerza, sino que se queda porque encuentra paz en quedarse.
Cuánto alivio hay en dejar de empujar lo que no avanza, en soltar vínculos que solo se sostienen por miedo, en aceptar que algunas puertas no se abren porque no conducen a donde debemos ir.
No todo lo que queremos es lo que nos hace bien, y no todo lo que se aleja es una pérdida.
Fluir no es pasividad. Es permitir movernos con respeto por los propios ritmos, sin forzar procesos que aún no están listos. Es dejar espacio para que lo nuevo llegue sin empujar lo viejo a la fuerza.
Es entender que forzar no es amar, insistir no siempre es luchar, y que la paz nunca viene del desgaste.
Hay una belleza serena en dejar que las cosas vayan tomando su forma a su tiempo, sin prisa, sin miedo, sin necesidad de controlarlo todo.
Y ahí, justo ahí, también crecemos, porque vivimos fluyendo.. y aprendiendo.
Volviendo a mi
Estoy volviendo a mí. Sin excusas, sin pedirme perdón por ser quien soy. Estoy volviendo con heridas abiertas, con las cicatrices que ya aprendí a no esconder.
Vuelvo sin disfraces, sin ganas de fingir que no dolió.
Quiero decirte una cosa —y decírmelo también— vamos a estar bien.
No porque todo se acomode en un instante, sino porque nos estamos eligiendo otra vez. Estamos aprendiendo a sanar sin apurarnos.
No tapes tu voz, no achiques el alma, no postergues más eso que te hace bien.
Quiero que te mires con ternura, que te hables como le hablarías a quien más querés. Que no te castigues más por sentir, por caer, por dudar. Y si tenés que llorar, hacelo fuerte. Que no hay vergüenza en sanar.
Volvé a empezar las veces que haga falta. Soltá todo lo que te apagó, y si tenés que gritar para escucharte, entonces gritá. Volvé a escribir lo que te nace sin pensar en si es bueno o no.
Sentí. Viví. Volvé a empezar las veces que haga falta.
Rodeate de abrazos sinceros, de risas que no pesen, de personas que no te pidan que te encojas para caber. Camina descalzo, cantá en voz alta, dormí la siesta al sol.
No cargues más con lo que no es tuyo. No lleves encima los vacíos de los demás. Dejales sus piedras, vos ya tenés tus alas.
Y cuando te pregunten qué estás haciendo, respondé sin miedo: Estoy volviendo a mí


mis días grises
Hay días grises, de esos que a mi parecer no tienen otro nombre. Días que solo transcurren, en monotonía, una y otra vez. Momentos en los que uno se levanta, pero por dentro sigue caído. No es tristeza clara, ni rabia definida. Solo una niebla —que es gris— silenciosa, que se cuela entre los pensamientos.
Cualquier cosa mínima parece un esfuerzo desmedido. Y nada es igual, ni las voces calman, ni el abrazo alcanza. En esos días sin querer me desconecto del sentido y el gris se me mete en el corazón, no me da explicación y yo me lo permito.
Me permito que existan días que me sienta lejana, casi ajena e incluso un poco -bastante- vacía. Pero aún en ese vacío, hay algo real: el hecho de continuar. Porque hoy estoy acá. Aunque aveces duela. Aunque parezca que nada tiene sentido. Aunque todo sea gris. Aunque ni tenga fuerzas para pintarlo de otro color. Respiro y prosigo. Y eso ya es suficiente por hoy.


Urgencia de vivir
Hay días en los que la vida pesa. Otros, en los que la vida arde. Y están esos momentos raros, intensos, en los que algo dentro nuestro grita: “esto ya no me alcanza”. Un deseo de no desperdiciarnos más. Por la urgencia —silenciosa o desesperada— de vivir de verdad.
Yo le llamo, urgencia de vivir.
No hablo de un impulso por llevarse el mundo por delante. Hablo de detenernos. De preguntarnos: ¿Esto que soy hoy, me representa? ¿A esto vine? ¿Quién soy en realidad fuera de mis rutinas, de la obligación?
Nace una necesidad de romper nuestro automático. Algo más libre, más honesto, más simple.
Tal vez dejar de postergar lo que nos hace verdaderamente bien. Amar con menos miedo. Reír más fuerte. Aprender a decir no. Abrazar a quien sí. Llorar cuando haga falta. Irse cuando duela. Quedarse cuando valga.
Y no hace falta una gran calamidad para que se despierte esta urgencia. Ojala no necesitamemos llegar a que todo se derrumbe para darnos cuenta de lo que verdaderamente importa. Ojalá todos los días viviéramos con esta lucidez.
Vivamos con la plena conciencia de que somos capaces de alcanzar todo lo que nos proponemos cuando estamos realmente presentes.
Aferrate con fuerza a la urgencia de vivir. Y volvé a leerlo.
Quizás, ese momento, por pequeño que sea, tenga el poder de transformarlo todo.
Porque, al final, son esos instantes de claridad los que nos empujan a tomar decisiones valientes y a reescribir nuestra historia, paso a paso.




¿todo es terapia?
Hoy día, parece que vivimos en la era donde casi todo parece tener el sello de "terapéutico". Desde un baño de bosque, el famoso grounding, hasta una pintura o un retiro espiritual, el término "terapia" se ha vuelto omnipresente, se ha banalizado. Cuando todo se vuelve terapia, el termino se vacía. Conviene preguntarnos ¿Qué implica realmente lo terapéutico?
Se ha desvirtuado, a cosas que si bien pueden ofrecernos alivio, no necesariamente cumplen con los requisitos de un proceso terapéutico.
No todo lo que suena a cura o solución es realmente terapia.
¿Qué lugar ocupa el trabajo clínico, la escucha empática y la práctica ética en el proceso de acompañar a alguien en su sufrimiento?
Ser “terapéutico” no es solo un sinónimo de agradable o relajante. Cuando todo se etiqueta como terapeutico, el concepto pierde su verdadero significado. Pierde espesor, pierde cuerpo, pierde historia, pierde contexto.
Esta saturación no solo reduce el valor del cuidado, sino que también alimenta una industria en la que cualquiera puede proclamarse terapeuta. Se promueve la autoayuda sin un marco adecuado.
Nombrar no es neutro, acompañar no es solo estar. Cuidar no se reduce a ofrecer una frase bonita, ni a tecnicas descontextualizadas.
No todo es terapia y no todos son terapeutas. Y esta bien que así sea.
Porque acompañar implica una ética. Y el cuidado cuando es profundo no se improvisa.
escribime (:
me encantaria leerte, podes preguntar o aconsejarme, compartirme tu experiencia, tu historia, lo que sea, este es un espacio abierto a todo






see you later (:
